Aguzó el oído mientras acallaba su mente inquieta por un instante. Y la escuchó… y la vio sonreír. Era Carina, la doncella que habría de endulzar sus labios y colmar mi corazón. El dulce rostro de una joven, el más bello – a su entender – que había visto jamás. Ésa era la manera como todos los Aubigny se enamoraban, de un certero disparo. Y entonces la vieja esperanza le susurró en el alma aquel divino ‘quizá’ que reconforta en los tiempos de mayor aflicción.
Mi instinto de novelista me permitió imaginar de inmediato la escena en un rapto de inspiración poética y apasionada. El pobre hombre, impedido de expresar su amor por su falta de cultura, había encontrado por fin la oportunidad de su vida. Había…
Pero miles de dudas lo asaltaron. Aunque estaba seguro de que no tenía otra posibilidad, no encontraba el valor suficiente para justificar su decisión. La oportunidad pasó y él quedó perdido en pensamientos incoherentes y estériles.
Lo que nuestro protagonista no sabe es que Carina estaba muerta en su interior, y sonreía como hace tic tac el reloj, sin saber siquiera por qué. Y que él también era un episodio, y desaparecería.
Yo seguiré por el mundo con mi guijarro en el bolsillo.